© Norma Segades - Manias


© Norma Segades - Manias
Imagen de tapa: © Juan Arancio
Julio, 1991

Dedicatoria



Este libro está dedicado a los niños,
en especial,
a aquellos que encendieron sus mañanas descalzas
para enseñarme a amar.

Villa Yapeyú (1983-1990)

A modo de presentación



Soy santafesina por cuna y herencia.
Creció mi infancia en sus entrañas de ríos, arroyos y lagunas.
Soñó bajo la sombra de los sauces, ceibos, espinillos y timbóes.
Tuvo la costumbre de la siesta, el aire libre, los duendes asoleados, la mano del abuelo.
Entonces, estos rituales del paisaje; para que nuestros niños inauguren la poesía ejerciendo el oficio de la transparencia y los mayores enhebremos la nostalgia.
Porque, este libro, es la memoria compartida.

Prólogo

En la dedicatoria, bella y profunda, está el pórtico luminoso del Amor que puede fundar, labrar, estructurar un edificio de palabras en el que anidan y estallan dulces sentimientos, habitando y perfilando con magia el “Tiempo de duendes”.
Duendes graciosos, que viven en el corazón de la maestra-poetisa. Esa que me recuerda a Gabriela Mistral, porque profundiza un evangelio de luz clarísima, tendiendo “un puente de orilla a orilla”. Un puente que descorre el gran telón y trae, en su más honda realidad, y con vocablos típicos, la hechicería de esos duendecillos caracoleros y pescadores de las islas.
Norma es maestra; sabe la misión, la vive, la practica y entiende la urgencia de la ronda: “Ven, gurisito callado, / a habitar en mi alegría; / con tu mano y con mi mano / levantaremos la risa.”
Y, después del canto, sucederá el milagro, porque los niños de la ciudad volverán sus ojos y descubrirán la belleza de nuestro paisaje y la callada y melancólica soledad de los costeros.
La indiferencia o la falta de sensibilidad para sentirlos hermanos, obliga a Norma a buscar las imágenes decidoras, tiernas y, a veces, desgarrantes, de Arancio.
Al contemplarlas, va deshilachando su alma poética, para que los niños lean, en esa dupla de imagen y palabra, una realidad insoslayable. La única que puede, sin hipocresías, educar en el amor y la comprensión, en la justicia y la verdad.
La maestra, cuyo ministerio lateral ejerce labrando poemas, podría decir como la Mistral en 1949, cuando le preguntaban por sus oficios, que no consideraban gemelos: “yo respondo que la felicidad o al menos el ánimo alegre y poético del maestro, vale en cuanto a manantial donde beberán los niños con gozo, y del gozo `necesitan´ ellos tanto como de `adoctrinamiento´”.
Es así, Norma revive a la poetisa de América, y hoy, y ahora, ejercita, con conmovedor realismo, dos de sus grandes pensamientos pedagógicos: “el buen sembrador, siembra cantando” y “toda lección es susceptible de belleza”.
Y Norma Segades - Manias siembra y enseña, canta y da la lección del paisaje, en un “Tiempo de duendes que hará descubrir a nuestros niños, a sus hermanos isleños.
Sí, es regalo y caricia el ofrecimiento que me hizo Norma. Estoy diciendo, con emoción, algunas cosas sentidas ante las estampas de Juan Arancio, que dibuja a esos seres, como lo que son, casi esencia del paisaje, y ante las palabras de Norma que, al decir de Elder Cámara, se convierte en “la voz de los sin voz”.
Es esta una bellísima propuesta a comulgar, a compartir una enhebradura de sueños, vuelos, raíces, cantos y cielos, en la que se irán fundiendo, silenciosa y hondamente, los pequeños lectores y todos quienes conservan intacta su alma de niños.

María Assenza

Vienen los niños



Los niños vienen llegando
con su ternura descalza
porque de ellos es el Reino
donde se encienden las lámparas.

Pájaros de barro ardido,
tejen puntillitas de alas
para que enhebren el vuelo
los sueños de harina blanca.

Ángeles con manos sucias,
construyen cada mañana
bajo un delirio de estrellas
y lunas en rebanadas.

Un cielo de caramelos
les asoma a la mirada
cuando la paz se emborracha
de palomas y campanas.

Y si la vida les duele,
como una espina en el alma,
se atrincheran en la risa
hasta erizar la esperanza.

Porque de ellos es el Reino
donde se edifica el alba,
los niños quiebran las sombras
con su transparencia intacta.

El Nacimiento



Enhebran las alas blancas
toda la extensión del cielo.
Ha nacido un gurisito
en un bendito sin dueño.

Su madre, dulce y sumisa;
su padre, fuerte y moreno,
envuelven en los harapos
el cuerpecito pequeño.

Siguiendo la estrella herida
del farol tiznado y viejo
vienen, acarreando ofrendas,
los corazones isleños.

Traen pescado fresquito,
tortas fritas, pan casero,
y una yuntita de patos
que inhabitaron el vuelo.

Amotinando el asombro
en sus grandes ojos negros,
pastores de tierra y agua
huellan destruidos senderos.

Borrachos de Capricornio,
los carpinchos y los perros
se tienden en la gramilla
para proteger su sueño.

Mientras despeinan los juncos
las caracolas del viento,
el río canta, en la orilla,
villancicos navideños.

Ronda de amigos



Ven, gurisito callado
a habitar en mi alegría.
Con tu mano y con mi mano
levantaremos la risa
y enhebraremos un sueño
desde tu orilla a mi orilla.

Dame tus ojos de noche
para encender las semillas,
que yo te daré mis soles
detrás de las celosías
y enhebraremos un vuelo,
desde tu orilla a mi orilla.

Porque a pesar de la ropa,
de la escuela y la comida;
debajo de nuestras pieles
somos de la misma arcilla
y enhebraremos raíces,
desde tu orilla, a mi orilla.

Y cuando cruce los ríos
nuestra cadena tendida,
amarrarán en tu arena
las vacunas, las espigas…
y enhebraremos un canto
desde tu orilla a mi orilla.

Entonces, todo el silencio
será una ceniza antigua
que se llevarán los vientos
por sus calles sin esquinas.
Y enhebraremos un cielo,
con tu mano… y con la mía.

El árbol muerto



El árbol murió de viejo,
y esquirlas de viento helado
lo tumbaron en las hierbas
para amasar un milagro.

Lenguas de sol encendido
sobre el follaje cansado,
desalojaron la savia
que refugiaban sus brazos.

Largas lunas de intemperie,
oscuros días sin pájaros
y, una mañana, los dientes
del hacha en su tronco áspero.

Sabe que su cuerpo seco
ya no es abrigo del canto,
que su substancia se pudre
entre musgos y gusanos.

El nació para servir.
Por eso se entrega, manso,
a las crueles dentelladas
del metal descascarado.

Desmembrado y sudoroso
cruzará la isla, silbando.
Esta noche será vida
en la tibieza del rancho.

Maestrita islera



Esta es la a: redondita
como la luna con frío,
como el sol, cuando zambulle
su cuerpo rojo en el río.

La e es una enredadera
de mburucuyá dormido,
haciendo rulitos verdes
con su talle delgadito.

Después viene la i nuestra…
delgada como un silbido
o una flor de camalote
navegando sin destino.

La o, de rodaja gorda
como el pan recién cocido;
después la u, como olitas
que el viento vistió de erizo.

La a encierra aguas claras,
alas, adobe, abuelito;
y la e guarda espines,
escuela, empacho, espinillos.

Pero la más importante
es la i, con sombrerito.
Porque cobija las islas,
el lugar donde nacimos.

Se ve que el pintor no sabe
o no conoce el oficio.
Debió venir a observarlas
antes de pintar el libro.

Yo nunca había visto antes
territorio tan vacío.
Tan sólo ha puesto ese palo
con un penacho sin nidos.

Nana del viento



Abrigáte en mi ternura.
Voy a cantarte la nana
antes que llegue la noche
envuelta en sus sombras largas.

El viento canta en los sauces
canciones de hojitas flacas,
para que duerma tu sangre
en la cuna de mi falda.

Canción de vientos pequeños
y coros de verdes ranas
bajo una luna que nace
junto al temblor de las cañas.

Canción de lenguas azules
como este cielo que pasa…
mi niña de ojos oscuros
y cabeza enmarañada.

Canción de sueños cosidos
sobre los cuerpos de paja,
que vuelan a la alegría
en el lomo de las garzas.

La noche viene silbando,
sucios los dientes de escarcha…
Abrigáte en mi ternura,
voy a cantarte la nana.

Los escondites



Porque la infancia es sonrisa,
vamos a enhebrar un juego
hasta encontrar la esperanza
que se escondió entre los ceibos.

Hay que mirar, sin urgencias,
por los desnudos senderos,
antes que cubran sus huellas
las cenizas del silencio.

¡Piedralibre a la esperanza!
En el bullicio del viento,
en el refugio de adobe,
en los gurises isleños.

Bajo el cauce de la tarde
andan sus duendes secretos
enredando, en los timbóes,
memorias de nidos viejos.

¡Piedralibre a la esperanza!
En la libertad del vuelo,
en las manos pescadoras,
en las redes de los sueños.

Mañana, cuando las garzas
bostecen por el estero,
con los ojos transparentes…
vamos a jugar de nuevo.

Siesta sin sueño



En las solapas del ceibo
la siesta enreda sus flores.
Coqueterías de siestas
enamoradas de soles.

Un duende cuelga zarcillos
de calandrias, en el monte,
y el aromito despliega
sus amarillos faroles.

El balde oxida paciencias
reflejando, entre los bordes,
un rumbo de golondrinas
hacia blancos miradores.

Para romper espineles
de pájaros pescadores,
el río pasa, golpeando
con puños de camalotes.

Manos de pieles curtidas
por lenguas de viento norte,
se abisman en la ternura
del perro sin sobrenombre.

Desde lo alto de su infancia,
los niños despeñan voces
sobre las hierbas, que ensayan
un asombro de temblores.

Mientras se calza la siesta
frescas sandalias de adobe,
brisas de cielo encendido
desnudan el horizonte.

Coplas del agua



El balde viene silbando
las viejas coplas del agua
salpicando, entre vaivenes,
las rodillas enlutadas.

Coplas del agua en los juncos,
murmullos de risa clara:
¿hacia dónde irá tu silbo
de caracoles y escamas?

Viene soñando, la niña,
las viejas coplas del agua,
enredando la paciencia
en el pico de las garzas.

Coplas del agua en la arena,
camalotes sin amarras:
¿hacia dónde irán tus sueños
cuando estallen las chicharras?

Quebrando totoras vienen
las viejas coplas del agua
dejando, por los senderos,
huellas de plantas descalzas.

Coplas del agua en el sauce,
cabellera destrenzada:
¿hacia dónde irán tus olas
a desandar la distancia?

La siesta viene asoleando
las viejas coplas del agua,
desperezando gramillas
junto al vientre de hojalata.

Coplas del agua en el río,
laberinto de mojarras:
¿hacia dónde irá tu espuma
en las riberas del alba?

Días de abuelo



El verano es un follaje
tupido, para los ceibos
que alborotan floreciendo
sus pajaritos de fuego.

Entonces, es lindo andar
de la mano del abuelo
para que aproveche el sol
y se caliente los huesos.

Su voz de tabaco antiguo
camina con paso lerdo
y se apoya en mis asombros
mientras desciñe recuerdos.

Él cuenta historias de luces
que vagan en el silencio…
de la Solapa, rondando
el borde de los esteros.

Pero también sabe ver
las cosas que yo no veo:
cuando ha de crecer el río,
por qué se asustan los teros,
adonde azota el pescado,
cómo fijar los anzuelos…

¡Cuánto tiene que aprender
mi verano, de su invierno!

Caracoleando



En las orillas del vuelo,
naufragios de camalotes
observan, en los juncales,
enjambres de caracoles.

Algunas flautas, perdidas
en lo agudo de sus torres,
sostienen, por espinillos,
un ramillete de voces.

Tras las totoras descalzas,
negras pupilas de noche
acechan, desde el silencio,
sombras de duendes sin nombre.

Los gurisitos del río,
bajo un enjambre de soles,
desalojan en la arena
hebras de caparazones.

Bostezos de siesta ardida
encienden trece faroles,
para quebrantar asombros
en los dedos pescadores.

El agua presagia esperas
en los señuelos del hombre
que espinelea, paciente,
blandas escamas de azogue.

Cuando los dientes del hambre
muerdan la carne salobre,
el río irá reflejando
un cielo de caracoles.

Romance ausente



María espera en la tarde
con sus zapatos de ausencia.
Llenos los dedos de frío
y los ojos de tristeza.

El río viene subiendo
con remolinos de lenguas,
amarrando camalotes
en las destruidas riberas.

Arrimadita a su perro,
de pura estirpe costera,
María enhebra crecientes
en la inquietud de sus venas.

Urdiendo adioses de sauces
con ovillos de paciencia,
la barca acuna intemperies
en el vientre de madera.

Vestidita de domingo,
enciende sueños de arena
mientras escucha, en silencio,
la plegaria de las hierbas.

Llenos los dedos de frío
y los ojos de tristeza,
María espera, en la tarde,
con sus zapatos de ausencia.

En el ocaso



La luna viene asomando
mejillas de pergamino
porque, detrás de los sauces,
el sol se baña en el río.

Desciñe, el ocaso, lumbres
que los duendes, distraídos,
olvidaron en las ramas
del ceibo y el espinillo.

Indiscreciones de perros
siguiendo un vuelo perdido
enredan, por las totoras,
el eco de sus ladridos.

En un corral de hojalata,
las manos de barro y nido
deshacen lana en vellones
para trenzar el abrigo.

Sentadito en la ternura,
el asombro es un suspiro
aspirando la tibieza
de los plumones dormidos.

Un abrazo de tacuaras
encierra fuegos nacidos
para encender la polenta,
cuando florezcan los grillos.

Sueños de barro



Caracolas de silencio
tejen sus manos delgadas
mientras la tarde perfila
los follajes de los talas,

Cuando a la orilla del vuelo
vienen a dormir las garzas,
sueña que sueña mi niña,
junto a los dedos del agua.

Las florecillas del viento,
trenzando verdes distancias,
andan con pisadas leves
los harapos de su falda.

Y al ocultarse las islas,
por las veredas sonámbulas,
mi niña sueña que sueña,
sueños de lunas quebradas.

Vadeando siestas



Flanco de ladrido al viento,
piel borracha de calandrias,
los gurises pescadores
salen a enhebrar mojarras.

Llovizna de vuelos libres
les eriza la mirada
mientras deshilan los sauces
briznas de agudas distancias.

Alas y picos errantes,
por miradores de paja,
anzuelan los remolinos
para capturar la escama.

Cautela de ojos oscuros
enciende la desconfianza,
porque el río cubre, siempre,
huecos de lenguas amargas.

Saben del riesgo que encierran
los dedos turbios del agua
cuando las manos de arcilla
afilan sombras quebradas.

Más allá de los zanjones,
donde el cauce se descalza,
en la grupa de las olas,
los camalotes cabalgan.

Canto de invierno



El viento rompe totoras
con furia de zarpas finas.

Una bandada, en silencio,
cruza la tarde vacía
buscando el refugio tibio
del estero, por las islas.

La canoa es un columpio
bajo un cielo de llovizna.

Todo el invierno, desnudo
sobre la risa aterida,
oxida vientres de lata
con el agua de la orilla.

Hebras de lana destejen
los asombros de ceniza.

Verdes ráfagas humeantes
rondan la yerba cocida
donde rodajas de panes
desgranan su voz de harina.

Huele a ternura el aroma
de la pequeña cocina.

Después, al dormirse el viento,
las cucharas desvalidas
despoblarán la polenta
ante la mesa tendida.

La luna viene encendiendo
sus lámparas amarillas.

Y cuando la noche salga
a sembrar blancas semillas,
perfiles de sauces secos
le morderán las mejillas.

Ramón Camargo



Bebiéndose las raíces
del cielo, sobre los pastos,
el orgullo está creciendo,
se llama: Ramón Camargo.

Infancia al hombro, atraviesa
el sol, con sus pies descalzos,
mientras el río le guiña
negros párpados de barro.

Sabe de bogar, sin tregua,
territorios anegados
y del silencio que nace,
entre sombras, al ocaso.

Está ensayando el oficio
de sobrevivir a diario,
con fuerza de caña islera
y libertades de pájaro.

Anda construyendo al hombre
que ha de habitarle las manos
cuando salga a espinelear
escamas de pan amargo.

En el flanco de sus sueños,
los perros siguen un rastro
de lagartijas morenas,
por la orilla del verano.

Atravesando intemperies
hacia el milagro del rancho,
Ramón Camargo camina…
detrás de silbidos largos.

Cazar el vuelo



Cazar el vuelo.

Pajaritos de los montes:
callen sus trinos de fuego
porque, en la siesta encendida,
andan los duendes costeros.

Por almenas de hojas verdes
enmudezcan el estero:
hay llamadas sin retorno
en los silbos prisioneros.

Complicidades de sombras
y furias de alambres ciegos
ahondan, bajo los soles,
negros zanjones de miedo.

Detrás de las ramas secas,
monten guardia de silencio:
hay territorios de alpiste
queriendo beberse el cielo.

Cabalgando entre espartillos,
con hebras de infancia y sueños,
andan los duendes del río
buscando cazar el vuelo.

En bandolera


En bandolera.
Sin alas, pero con vuelos,
los niños cruzan la tierra
para encontrar la frescura
de las lenguas alfareras.

Quién pudiera andar con ellos
por las descalzas veredas
cuando se astillan los soles
sobre el vientre de la arena.

Andar, como quién diría,
con la infancia en bandolera
embistiendo mariposas
que alborotan en las hierbas.

Andar de ladrido al hombro,
sin esquinas ni impaciencias
ni fechas establecidas
en calendarios de piedra.

Ejerciendo el viejo oficio
de llevar la risa a cuestas
y oír silbar las calandrias
entre las ramitas secas.

De escuchar, hacia los ceibos,
dulce zumbar de colmenas,
mientras florecen las islas
vestidas de primavera.

La piel del hambre



La pava deshoja hollines
sobre la piel de los leños
y agonizan los timbóes
por los anillos del fuego.

Con dedos de sombra herida
la noche enciende el lucero
porque la infancia se duerme
bajo la escarcha del miedo.

Los párpados sin orillas,
borrachos de alas y cielo,
urden ternuras descalzas
en el aire polvoriento.

Aterida de lloviznas,
su sangre viene creciendo
desde el fondo de las pieles
hasta la furia del viento.

Por caminos de ceniza
huellan la tierra sus sueños
detrás de lunas vacías
y cucharas de silencio.

Arropado en la inocencia
duerme su cuerpo pequeño
mientras el hambre cabalga
corceles de cascos negros.

Datos de la autora

Autora de: *Más allá de las máscaras *El vuelo inhabitado *Mi voz a la deriva *Tiempo de duendes *El amor sin mordazas *Crónica de las huellas *Un muelle en la nostalgia *A espaldas del silencio *Desde otras voces *La memoria encendida *Bitácora del viento *Pese a todo (CD) En 1999 la Fundación Reconocimiento, inspirada en la trayectoria de la Dra. Alicia Moreau de Justo, le otorgó diploma y medalla nombrándola Alicia por “su actitud de vida” y el Instituto Argentino de la Excelencia (IADE) le hizo entrega del Primer Premio Nacional a la Excelencia Humana por “su meritorio aporte a la cultura”. En el año 2005 fue nombrada Ciudadana Santafesina Destacada por el Honorable Concejo Municipal de la ciudad de Santa Fe “por su talentoso y valioso aporte al arte literario y periodismo cultural y por sus notables antecedentes como escritora en el ámbito local, nacional e internacional”.En 2007 el Poder Ejecutivo Municipal estimó oportuno "reconocer su labor literaria como relevante aporte a la cultura de la ciudad".